miércoles, 6 de agosto de 2008

Extraña tesis

Es una cosa rara esto de escribir una tesis. Te sientas por dos o tres meses en un escritorio por diez horas diarias y lo único que haces es leer y escribir. Lees a los mismos autores siempre, Gilson, Homedes, Ugalde, Navarro, Laurell, Iriart, Wagstaff, que se las arreglan para publicar cinco o seis artículos al año en revistas de lo más prestigiosas. Se van de vuelta y vuelta, uno va de autor, el otro de segundo, cambian de revista para que nadie sospeche. Algunos son flojos y cortan y pegan los mismos parrafos de siempre, pero otros son monstruosos, lúcidos, prolíficos como ninguno. Quizás la majoría son estrellas fugaces, escriben uno o dos artículos y después se quedan en un barbecho eterno, el pelo se les vuelve cano y la fuerza del tiempo los asciende sin esfuerzo. Pero no ellos, son potentes e incansables, con una sola misión en el mundo. Iriart y Waitzkin odian al capitalismo con toda su alma, nada neoliberal es de su agrado y, apenas se implementa una reforma, ahí van ellos detrás atacando con dardos furiosos. Es una furia burguesa, de escritorio. No se mueven de su oficina, no hacen projectos ni puerta a puerta. Wagstaff esta obsesionado con su modelo de equidad horizontal, lo retoca, lo copia, lo aplica en todas partes, como los niños cuando juegan a calzar un cuadrado en esas cajas de colores. Uno los mira y piensa, ni cagando el cuadrado va a entrar en el hoyo del círculo, pero no parecen darse cuenta. Siguen y siguen. El más notable y odiable, sin dudas, es Murray. No tiene obsesión: es polideportivo. Juega a los seguros, a la epidemiología, inventa indicadores y diseña reformas; pero tampoco tiene colores, es un asesino incidental, sin ideologías.

Si, Murray es inteligente y peligroso como ninguno.

jueves, 10 de julio de 2008

Cortarle la oreja a un paco

Por muchos años caminaba todos los días desde Bilbao hasta mi casa en Pedro de Valdivia. Me bajaba de la micro y caminaba lo mas rápido posible, adelantando a la gente que salía del Ekono o del banco de la esquina. Lo que más me gustaba era pasar por la casa del General Stange, un muro blanco con tejas, donde se adivinaba una mansión con árboles grandes, oculta para la mayoría de la gente. Siempre había un paco apostado detrás de una protección metálica y muchas veces ensoñe que le disparaba o que encendía una molotov en centésimas de segundo y la tiraba dentro. Más de una vez creo haber encendido un cigarro justo frente a la caseta, esperando una reacción sorpresiva del paco. Nunca pasó nada. Había otras veces que miraba a una pelota oscura que colgaba de la entrada de autos. Una camara me imagino que sería y la miraba fijamente, con odio o simple rebeldía. Pero tampoco generó ninguna reacción desde el interior de la casa, de la que nunca se veía entrar o salir gente, como si estuviera abandonada o tuviera una entrada secreta. Me acuerdo perfectamente de un local de viejos en la esquina de la calle Dinamarca; un almacén deprimente, casi sin víveres pero con un frasco de vidrio grande lleno de calugas. Las calugas, luego de años de involuntario añejamiento, estaban durísimas, lo que aseguraba una duración insusual, especialmente para un masticador veloz como yo. Creo que era el único que las compraba, podía ver como seguían ahí por meses y meses, hasta que un día el local cerró. Más bien lo abandonaron, porque las calugas seguían ahí y todos los días las miraba fijamente, esperando quizás que el local abriera o que me armara de valor para romper el vidrio y robar todas esas calugas que me miraban con pica tras las rejas. Pero nunca quebré el vidrio ni le disparé al paco, ni lo quemé ni lo insulté ni le hablé. Sólo miré y pensé, y algunas veces me reí solo.

miércoles, 2 de julio de 2008

Martín y el miedo

Con mi tino clásico, comento que los perros rottweiler son los más peligrosos de todos. Como se veía venir, Martín era un amante declarado de los rottweilers y los había criado toda su vida.

Entonces nos explica que el rottweiler no es un perro agresivo. Lo que pasa es que tiene un cerebro muy pequeño para su tamaño y por ende vive sumido constantemente en el miedo, como si fuera un niño estúpido que no conoce su fuerza y lanzar su cabezota contra todo lo que desconoce.

Fue ahí que te entendí, George.

sábado, 14 de junio de 2008

Praga

Hace un par de semanas fuimos con mi hermana a Praga. Los otros países que he estado en Europa tienen ese aire de perfección que llega a ser desesperante, las calles son limpias, los perros cagan en bolsas y todo es pulcro, moderno y desarrollado. Eso me encantó incluso antes de llegar a Praga, una sutil fealdad que me recordó el siempre nefasto viaje a Pudahuel y, de alguna manera, a Santiago, ciudad que todos queremos y odiamos al mismo tiempo.


Antes de la caída del muro, Praga era una ciudad gris, pobre y a mal traer; pero una vez que llegó la alegría (también a ellos les llegó la alegría), la ciudad se convirtió en un foco turístico y los miles de dolares que llegaron pintaron la ciudad, instalaron miles y miles de pizerrías y dieron trabajo a una gran cantidad de lugareños. Los dólares también crearon una ciudad de fantasía, echa a la medida del turista. Los adultos mayores de España, Alemania y el Reino Unido pueden conocer la ciudad en su propio idioma, sin necesidad de ensuciarse con las complicadas palabras checas. Tampoco necesitan sacrificarse con los contundentes y nada ligeros platos de la comida checa, experimentos grasosos de chancho y pan flotando en salsa agria; basta con preguntar al siempre amigable guía turistico para encontrar pasta como en Italia o degustar un clásico English Breakfast tradicional, ese con tocino, tostadas, huevos revueltos y porotos en salsa de tomates.


En este punto no hay que ser hipócrita. Fuimos dos más de los miles de turistas, no aprendimos ninguna palabra checa que no fuera Pivo (cerveza) y comimos pizza más de una vez. También seguimos el Lonely Planet con fervor y disciplina eclesiástica mientras recorríamos las calles de Praga. Jugamos el mismo juego sin pudor ni arrepentimiento.


Pero aún en medio de esta deriva estereotipada y nada espontánea, siento que alcanzamos a palpar sutilmente del verdadero espíritu de Praga. Lo más impresionante es que la Praga secreta se mezcla y cohabita con las tiendas de souvenirs y las mareadas de gente. Los turistas (digamos, los otros), no siguen calles paralelas y circulan constantemente por las mismas calles entre el Castillo de Praga y la Plaza de la Ciudad Vieja. Cientos y cientos de personas caminan por el Puente de Carlitos y continúan su procesión por Karlova hasta el centro. Pero uno se sale una calle hacia la izquierda o se mete a cualquier lugar que no tiene el menú en inglés y los praguenses aparecen de la nada, como si hubiesen estado ocultos esperando que caiga la noche.


Malo entre los buenos

Nunca he sido un gran deportista. A modo de premio de consuelo, cuando niño siempre me repetía, soy "malo entre los buenos, pero bueno entre los malos". En realidad esto no era más que un vil eufemismo. Durante la educación básica nunca logré subir la trepa y mi única esperanza consistía en colgarme del fierro con todas mis fuerzas, esperando que la piedad del profesor de educación física fuera suficiente para ponerme un cuatro o un cinco, dependiendo del estado de ánimo.

La ideología del "mayor esfuerzo" no fue suficiente en la enseñanza media, cuando a los genios de la educación física se les ocurrió definir metas mínimas y poner las notas en base a cuantos abdominales hacías o cuantos segundos te demorabas en correr los 100 o 50 metros. En velocidad era especialmente penoso, ya que nunca pude pasar la marca mínima ni ganarle a ninguno de mis compañeros; el más lento de ellos me sacaba fácil uno o dos segundos.

Aún así opté por ponerle "malo entre los buenos" a este blog. Todos los títulos que describían mi verdadera condición física me parecieron tristes o francamente depresivos. Un poco de esperanza no le hace mal a nadie.