sábado, 14 de junio de 2008

Praga

Hace un par de semanas fuimos con mi hermana a Praga. Los otros países que he estado en Europa tienen ese aire de perfección que llega a ser desesperante, las calles son limpias, los perros cagan en bolsas y todo es pulcro, moderno y desarrollado. Eso me encantó incluso antes de llegar a Praga, una sutil fealdad que me recordó el siempre nefasto viaje a Pudahuel y, de alguna manera, a Santiago, ciudad que todos queremos y odiamos al mismo tiempo.


Antes de la caída del muro, Praga era una ciudad gris, pobre y a mal traer; pero una vez que llegó la alegría (también a ellos les llegó la alegría), la ciudad se convirtió en un foco turístico y los miles de dolares que llegaron pintaron la ciudad, instalaron miles y miles de pizerrías y dieron trabajo a una gran cantidad de lugareños. Los dólares también crearon una ciudad de fantasía, echa a la medida del turista. Los adultos mayores de España, Alemania y el Reino Unido pueden conocer la ciudad en su propio idioma, sin necesidad de ensuciarse con las complicadas palabras checas. Tampoco necesitan sacrificarse con los contundentes y nada ligeros platos de la comida checa, experimentos grasosos de chancho y pan flotando en salsa agria; basta con preguntar al siempre amigable guía turistico para encontrar pasta como en Italia o degustar un clásico English Breakfast tradicional, ese con tocino, tostadas, huevos revueltos y porotos en salsa de tomates.


En este punto no hay que ser hipócrita. Fuimos dos más de los miles de turistas, no aprendimos ninguna palabra checa que no fuera Pivo (cerveza) y comimos pizza más de una vez. También seguimos el Lonely Planet con fervor y disciplina eclesiástica mientras recorríamos las calles de Praga. Jugamos el mismo juego sin pudor ni arrepentimiento.


Pero aún en medio de esta deriva estereotipada y nada espontánea, siento que alcanzamos a palpar sutilmente del verdadero espíritu de Praga. Lo más impresionante es que la Praga secreta se mezcla y cohabita con las tiendas de souvenirs y las mareadas de gente. Los turistas (digamos, los otros), no siguen calles paralelas y circulan constantemente por las mismas calles entre el Castillo de Praga y la Plaza de la Ciudad Vieja. Cientos y cientos de personas caminan por el Puente de Carlitos y continúan su procesión por Karlova hasta el centro. Pero uno se sale una calle hacia la izquierda o se mete a cualquier lugar que no tiene el menú en inglés y los praguenses aparecen de la nada, como si hubiesen estado ocultos esperando que caiga la noche.


Malo entre los buenos

Nunca he sido un gran deportista. A modo de premio de consuelo, cuando niño siempre me repetía, soy "malo entre los buenos, pero bueno entre los malos". En realidad esto no era más que un vil eufemismo. Durante la educación básica nunca logré subir la trepa y mi única esperanza consistía en colgarme del fierro con todas mis fuerzas, esperando que la piedad del profesor de educación física fuera suficiente para ponerme un cuatro o un cinco, dependiendo del estado de ánimo.

La ideología del "mayor esfuerzo" no fue suficiente en la enseñanza media, cuando a los genios de la educación física se les ocurrió definir metas mínimas y poner las notas en base a cuantos abdominales hacías o cuantos segundos te demorabas en correr los 100 o 50 metros. En velocidad era especialmente penoso, ya que nunca pude pasar la marca mínima ni ganarle a ninguno de mis compañeros; el más lento de ellos me sacaba fácil uno o dos segundos.

Aún así opté por ponerle "malo entre los buenos" a este blog. Todos los títulos que describían mi verdadera condición física me parecieron tristes o francamente depresivos. Un poco de esperanza no le hace mal a nadie.