jueves, 10 de julio de 2008

Cortarle la oreja a un paco

Por muchos años caminaba todos los días desde Bilbao hasta mi casa en Pedro de Valdivia. Me bajaba de la micro y caminaba lo mas rápido posible, adelantando a la gente que salía del Ekono o del banco de la esquina. Lo que más me gustaba era pasar por la casa del General Stange, un muro blanco con tejas, donde se adivinaba una mansión con árboles grandes, oculta para la mayoría de la gente. Siempre había un paco apostado detrás de una protección metálica y muchas veces ensoñe que le disparaba o que encendía una molotov en centésimas de segundo y la tiraba dentro. Más de una vez creo haber encendido un cigarro justo frente a la caseta, esperando una reacción sorpresiva del paco. Nunca pasó nada. Había otras veces que miraba a una pelota oscura que colgaba de la entrada de autos. Una camara me imagino que sería y la miraba fijamente, con odio o simple rebeldía. Pero tampoco generó ninguna reacción desde el interior de la casa, de la que nunca se veía entrar o salir gente, como si estuviera abandonada o tuviera una entrada secreta. Me acuerdo perfectamente de un local de viejos en la esquina de la calle Dinamarca; un almacén deprimente, casi sin víveres pero con un frasco de vidrio grande lleno de calugas. Las calugas, luego de años de involuntario añejamiento, estaban durísimas, lo que aseguraba una duración insusual, especialmente para un masticador veloz como yo. Creo que era el único que las compraba, podía ver como seguían ahí por meses y meses, hasta que un día el local cerró. Más bien lo abandonaron, porque las calugas seguían ahí y todos los días las miraba fijamente, esperando quizás que el local abriera o que me armara de valor para romper el vidrio y robar todas esas calugas que me miraban con pica tras las rejas. Pero nunca quebré el vidrio ni le disparé al paco, ni lo quemé ni lo insulté ni le hablé. Sólo miré y pensé, y algunas veces me reí solo.

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